Odnośniki


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de penique, y al cabo de un día han pasado 6.912 veces por sus manos por un salario total de nueve peni-
ques. La están estafando. Hay alguien que descansa su peso sobre su espalda, y el deseo ardiente de Belle-
za, Verdad y Bondad no la alivia de su servidumbre. Esos misioneros aficionados no hacen nada por ella; y
si no son capaces de asistirla, todo cuanto hayan hecho por su hijo durante el día perderá su sentido al caer
la noche y regresar a casa.
Librodot Gente del abismo Jack London
Pero por encima de todo se confabulan para enseñarles una gran mentira. No saben que es una quimera
porque su ignorancia les hace creer lo contrario. Ese embuste no es otro que el del «ahorro». Un ejemplo
servirá para ilustrarlo. En el superpoblado Londres, la competencia para encontrar empleo es soberbia y
precisamente por esta razón los salarios están por debajo del mínimo nivel de subsistencia. Ser ahorrativo
significa para un trabajador gastar menos de lo que gana, es decir, vivir con menos. Esto equivale a rebajar
el nivel de vida. En la lucha por conseguir un empleo el que logra vivir con menos venderá su fuerza de
trabajo más barata que el hombre que opta por más calidad de vida. Un pequeño núcleo de estos ahorrado-
res trabajadores provocaría que los salarios de la masa descendieran en picado y sin descanso. Pero los que
pretendían ahorrar tampoco lo harán porque se verán obligados a gastar todo cuanto poseen para salir ade-
lante.
En resumen, el ahorro no permite ahorrar. Si cada trabajador de Inglaterra escuchara los consejos de esos
predicadores del ahorro y redujeran sus gastos a la mitad, los salarios se reducirían en la misma medida.
Para colmo tampoco podrían ahorrar, porque con unos ingresos inferiores deberían invertirlo todo en su
subsistencia. Los predicadores se quedarían sorprendidos con las nefastas consecuencias de su falta de mi-
ras. El fracaso sería tan magno como el alardeo de tal propaganda. En cualquier caso, es absurdo intentar
instaurar el ahorro en 1.800.000 de trabajadores de Londres que se dividen en familias cuyos ingresos no
sobrepasan en ningún caso los 21 chelines semanales, una cuarta parte de los cuales van a parar al alquiler
de su vivienda.
Sobre la futilidad de esas personas que intentan ayudar, quiero destacar una notable y noble excepción:
los llamados Hogares del Doctor Barnardo. El doctor Barnardo se dedica a recoger niños de las calles. Pri-
mero los socorre cuando son muy jóvenes, antes de que estén contaminados por el entorno social en el que
viven; luego los envía lejos para que se desarrollen en un medio más adecuado y menos hostil. Hasta la
fecha ha conseguido enviar fuera del país a 13.340 niños, la mayoría a Canadá, y sólo con uno de cada cin-
cuenta el proyecto ha fracasado. Un éxito sin precedentes, teniendo en cuenta que se trata siempre de pi-
lluelos y granujillas, sin hogar y sin familia, surgidos del mismísimo fondo del Abismo, y que cuarenta y
nueve de cada cincuenta han podido convertirse en hombres de provecho.
El Dr. Barnardo cada veinticuatro horas recoge a nueve granujas que deambulan por las calles; así se en-
tiende que logre ayudar a tantos. Esa gente que intenta prestar su ayuda tienen mucho que aprender de él.
Porque no se conforma con paliativos que alivien su dolor. Él establece un combate frente a frente con la
miseria. Aparta de su viciado entorno a los descendientes de las gentes de la calle para proporcionarles un
ambiente sano y adecuado en el que poder desarrollarse con dignidad.
Cuando esas gentes que pretenden ayudar dejen de jugar con guarderías de día y exposiciones de arte ja-
ponés, cuando vuelvan la vista atrás y aprendan lo que es el West End y la verdadera filosofía de Jesucristo,
sólo entonces podrán llevar a cabo una labor de provecho en el mundo. Si consiguen hacerlo tan bien como
el Dr. Barnardo lograrán que las ayudas se multipliquen por el país. No turbarán a la mujer que confecciona
violetas a tres cuartos de penique la docena con la Belleza, la Verdad y la Bondad, sino que la ayudarán a
salir de ese agujero en el que está sometida por culpa de quien la explota. Desde esa nueva perspectiva
comprenderán, afligidos, que ellos también fueron una pesada carga para esa mujer en lugar de una ayuda,
así como para otras muchas mujeres y niños.
CAPÍTULO XXVII LOS ADMINISTRADORES
Siete hombres trabajando dieciséis horas pueden producir tanta comida como la mejor máquina puede
suministrar a mil hombres.
EDWARD ATKINSON
Quisiera dedicar este capítulo final a analizar este Abismo Social desde una perspectiva más amplia y
formular ciertas cuestiones a la Civilización para que a través de sus respuestas se pueda justificar su per-
manencia o, por el contrario, se descalifique. Por ejemplo, ¿la Civilización ha hecho que el hombre sea
mejor? «Hombre» en su sentido democrático, en su acepción de hombre medio. La pregunta sería entonces:
¿La Civilización ha hecho que el hombre medio sea mejor?
Vamos a ver. En Alaska, a orillas del río Yukon, se asienta el pueblo Innuit. Se trata de un pueblo primi-
tivo, que sólo manifiesta tenues espejismos de ese tremendo artificio, la Civilización. Los bienes que acu-
mula cada individuo no superan las dos libras. Cazan y pescan con lanzas y flechas con puntas elaboradas
con huesos para conseguir el alimento. Cubren sus cuerpos con cálidas pieles de animales. Siempre dispo-
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nen de combustible con el que alimentar sus hogueras, de madera para las casas construidas semi 
subterráneas, aprovechando el abrigo que les proporciona la tierra en los periodos más gélidos. En verano
viven en tiendas de campaña, por las que se cuela la refrescante brisa. Están sanos, fuertes y felices. Su
único problema es la comida. Combinan lapsos de abundancia con los de escasez. En las mejores épocas
acumulan excedentes; en las peores padecen hambre. Pero la situación nunca es crónica ni llega a afectar a
un gran número de personas. Y lo más importante, nunca acumulan deudas.
En el Reino Unido, en las tierras bañadas por el océano occidental, vive el pueblo inglés. Un pueblo su-
mamente civilizado. Los bienes que acumula cada individuo ascienden a 300 libras. No cazan ni pescan,
sino que consiguen su alimento a través de colosales redes artificiales. Muchos de ellos están privados de
techo. La mayoría malviven en agujeros, sin combustible para calentarse y sin ropa que los abrigue. Hay
una porción condenada a vivir en el desamparo y duermen al raso bajo el cielo estrellado. Tanto en invierno
como en verano se los puede hallar temblando cubiertos por indecentes harapos. Tienen malas y buenas
épocas. En las buenas la mayoría se las arregla como puede para encontrar suficiente comida, en los peores
ciclos mueren de hambre. Se mueren ahora, se murieron ayer y el año pasado, morirán mañana y el pró-
ximo año, por la maldita hambre; ellos, a diferencia de los Innuit, padecen esta situación de forma crónica.
Hay 40.000.000 de habitantes, 939 de cada 1.000 muere en la más miserable pobreza, mientras que un ejér-
cito formado por 8.000.000, cifra constante, pelea ya sin fuerzas por la falta de alimento al borde del desfa- [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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