Odnośniki


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sabía qué decirle. No pareció advenir mi presencia.
Por fin sacó el pañuelo y escupió algo. La nariz le
sangraba un poco menos.
 Venga conmigo a una farmacia  le dije
desmañadamente.
No respondió. Un inerte rumor salía de la sala de
lectura. Toda aquella gente debía de hablar al mismo
tiempo. La mujer lanzó una carcajada aguda.
 Nunca más podré volver  dijo el Autodidacto.
Se volvió y miró con aire perplejo la escalera, la entrada
de la sala de lectura. Este movimiento le hizo correr la
sangre entre el cuello postizo y el pescuezo. Tenía la
boca y las mejillas embadurnadas de sangre.
 Venga  le dije tomándolo del brazo.
Tembló y se desprendió violentamente.
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 ¡Déjeme!
 Pero no puede quedarse solo. Hay que lavarle
la cara, hay que curarlo.
El Autodidacto repetía:
 Déjeme, se lo ruego, señor, déjeme.
Estaba al borde de una crisis nerviosa; lo dejé
alejarse. El sol poniente iluminó un momento su espalda
encorvada; después desapareció. En el umbral de la
puerta había una mancha de sangre, estrellada.
Una hora más tarde.
El tiempo está gris, se pone el sol; dentro de dos
horas parte el tren. Crucé por última vez el jardín público
y me paseo por la calle Boulibet. Sé que es la calle
Boulibet, pero no la reconozco. Por lo general, cuando
me metía en ella, me parecía atravesar una profunda
capa de buen sentido; tosca y cuadrada, la calle
Boulibet se asemejaba, con su seriedad sin gracia
alguna, su calzada comba y embreada, a las rutas
nacionales cuando atraviesan las villas ricas,
flanqueadas, durante más de un kilómetro, por
voluminosas casas de dos pisos; yo la llamaba calle de
paisanos y me encantaba por estar tan fuera de sitio,
tan paradójica en un puerto comercial. Hoy las casas
están ahí, pero han perdido su aspecto rural; son
inmuebles, nada más. En el jardín público tuve, hace
un rato, una impresión del mismo tipo; las plantas, el
césped, la fuente de Olivier Masqueret parecían
obstinadas a fuerza de ser inexpresivas. Comprendo:
la ciudad es la primera en abandonarme. No he salido
de Bouville y ya no estoy. Bouville guarda silencio. Me
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parece extraño tener que quedarme dos horas todavía
en esta ciudad que sin preocuparse ya de mí ordena
sus muebles y los enfunda para descubrirlos en toda
su frescura esta noche, mañana, a los recién llegados.
Me siento más olvidado que nunca.
Doy unos pasos y me detengo. Saboreo el olvido
total en que he caído. Estoy entre dos ciudades: una
me ignora, la otra ya no me conoce. ¿Quién se acuerda
de mí? Quizá una mujer joven y pesada, en Londres...
¿Y acaso piensa en mí? Además está ese tipo, ese
egipcio. Tal vez acaba de entrar en su cuarto, tal vez la
ha tomado en sus brazos. No soy celoso; bien sé que
ella se sobrevive. Aunque me quisiera con toda el alma,
sería un amor de muerta. Yo he tenido su último amor
vivo. Pero con todo, él puede darle esto: placer. Y si
está a punto de desfallecer y de hundirse en lo turbio,
entonces ya no hay nada en ella que la una a mí.
Goza, y para Anny no soy más que si nunca la hubiera
conocido; de golpe se ha vaciado de mí, y todas las
otras conciencias del mundo también están vacías de
mí. Esto me hace gracia. Sin embargo sé que existo,
que yo estoy aquí.
Ahora, cuando digo  yo , me suena a hueco. Ya
no consigo muy bien sentirme, tan olvidado estoy. Todo
lo que me queda de real es existencia que se siente
existir. Bostezo dulce, largamente. Nadie. Antoine
Roquentin no existe para nadie. ¿Qué es eso: Antoine
Roquentin? Es algo abstracto. Un pálido y pequeño
recuerdo de mí vacila en mi conciencia. Antoine
Roquentin... Y de improviso el Yo palidece, palidece, y
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ya está, se extingue.
Lúcida, inmóvil, desierta, la conciencia está entre
paredes; se perpetúa. Nadie la habita ya. Todavía hace
un instante alguien decía yo, alguien decía mi
conciencia. ¿Quién? Afuera había calles parlantes, con
colores y olores conocidos. Quedan paredes anónimas,
una conciencia anónima. Esto es lo que hay: paredes
y entre las paredes, una pequeña transparencia viviente
e impersonal. La conciencia existe como un árbol, como
una brizna de hierba. Dormita, se aburre. La pueblan
pequeñas existencias fugitivas, como pájaros en las
ramas. La pueblan y desaparecen. Conciencia
olvidada, abandonada entre estas paredes, bajo el cielo
gris. Y éste es el sentido de su existencia: que es
conciencia de estar de más. Se diluye, se desparrama,
trata de perderse sobre la pared parda, a lo largo del
farol o allá en el humo del atardecer. Pero no se olvida
jamás; tiene conciencia de ser una conciencia que se
olvida. Es su suerte. Hay una voz sofocada que dice: [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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